Casada pero necesitada de macho
por
Arandirelatos
género
traiciones
Casada, pero necesitada de macho... eso se rumoreaba de aquella mujer, quien apenas llevaba una semana de haber llegado a la plataforma.
Era la única mujer en aquel aislado lugar, así que no era de extrañar que fuese el centro de atención de la población masculina. Y si bien ella trató de darse a respetar, lo cierto es que aquel escándalo con el que la Trabajadora Social inauguró su arribo no le ayudó mucho.
Aquella, la Licenciada Renata Campos, llegó al puerto antes de lo esperado, así que no encontró el transporte correspondiente a esas horas. Se le hizo fácil abordar una embarcación más austera que, según supo, también iba hacia la plataforma petrolera. No obstante, aquella lancha llevaba mujeres para el servicio de los hombres; de eso se enteró demasiado tarde.
—¡Vente pa´cá, morena! —gritó el tosco y colosal hombre que la recibió nada más llegar.
La Licenciada no se esperaba tal recepción, y es que, cada una de las mujeres que bajaron de la embarcación, fueron manoseadas por los hombres que ya ansiaban tentar con ambas manos a las hembras que les llevaban. Estaban hambrientos de carne fémina.
El hombretón que le dio la bienvenida, era un mulato de casi dos metros de altura y fornido como toro. Sus musculosos brazos la rodearon fácilmente y sus anchas manos se adueñaron, sin empacho, de sus generosas nalgas.
Mientras las morenas y enormes manos se hacían dueñas de sus voluminosas nalgas, tanto que la levantaban totalmente del suelo, Renata sintió verdadero miedo. ¿A dónde había ido a parar?
Pese a ello se dominó.
—¡Suéltame idiota! ¡Te ordeno que me bajes!
El hombre se extrañó ante tal actitud; pues no la esperaba de una dama propia del oficio; y todavía dubitativo la bajó.
Fue hasta ese momento que él la observó con más cuidado. Ella no vestía como las demás mujeres que habían arribado. Su vestuario era más bien formal, discreto; era cierto que era una dama atractiva, pero su notable sensualidad provenía de sus propias curvas y no de un vestuario llamativo como las otras mujeres ofrecedoras de placer.
Así es, Otumbo García estaba frente a una mujer muy diferente a las otras que habían llegado.
Una vez aclarado el mal entendido, la Licenciada Renata fue instalada en el cubículo correspondiente, y se avocó a su tarea.
Por supuesto que su primera crítica se enfocó en aquel tipo de servicio que las mujeres, con quienes había llegado, ofrecían a los hombres (muchos de ellos casados).
Solidarizándose con las esposas de los trabajadores, sin siquiera conocerlas, se propuso frenar aquello pero...
—Buenas tardes Señorita, ¿puedo pasar? —le dijo Otumbo, con un aire un tanto cohibido, pese a su enorme tamaño.
—Buenas tardes, sí claro —le respondió Renata, desde su escritorio con condescendencia.
El hombretón apenas si cabía en el pequeño espacio y, aún sentado, hacía ver el lugar como casa de juguete.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo ella, aunque notaba la razón de su visita.
—Mire... pues, la mera verda´ es que vengo yo a... a disculparme, ¿sabe? Estoy rete apenado por lo que hice y...
—No se preocupe —le interrumpió ella, mostrando cordialidad—. Ahora que entiendo lo sucedido lo olvidaré, si usted promete ayudarme a que el resto de sus compañeros también haga lo mismo. No estoy interesada en fomentar ningún escándalo. Nada me interesa más que hacer mi trabajo.
La licenciada le explicó que veía muy mal el asunto de las suripantas que ofrecían sus servicios en la plataforma, y que estaba decidida a eliminar tal práctica.
—Pero Señorita, usté no puede hacer eso —ahora correspondió a Otumbo interrumpir.
—¡¿Cómo?! Claro que puedo. He sido enviada para identificar problemas laborales y esto es sin duda...
—No, mire. Escúcheme. Lamento en verda´ lo que pasó pero... pues bueno, lo que hacen las chicas es muy necesario. Es indispensable. Sin ellas...
—No cambiaré mi decisión sólo por la lujuria de...
—No es eso. Mire, aquí uno se siente bien solo. Entiendo que uste’ crea que... pues que está mal el trabajo de las señoritas, pero la verda´ que aquí es muy necesario. Mire, le juro... uno aquí, sólo, aislado de su familia pues... La mera verda´ le vienen a uno ideas malas. Créame, hasta llegan a dar ideas de quitarse la vida. La vida aquí en plataforma es muy dura.
Fue así que Renata empezó a darse cuenta que la situación era más compleja de lo que pensaba. Aquel hombretón, al sincerarse así con ella, llegando incluso hasta las lágrimas, le narró su propia experiencia lo que despertó compasión en ella.
—Bien, pues evaluaré la situación —le dijo la Licenciada minutos más tarde.
—Gracias Señorita, y le ruego me disculpe por...
—No, no se preocupe. Ya todo olvidado —le dijo, pese a que aún tenía bien presentes aquellas manazas que se habían adueñado de sus asentaderas; de hecho las miró con cierto espanto, aunque también con...
—Pues de nuevo, gracias Señorita.
Renata lo vio a la cara y nerviosa asintió, no podría responder de otra forma después de haberse condolido de aquel tremendo hombre a quien, sin embargo, ahora miraba más allá de su apariencia.
—Ah, y por cierto, no soy Señorita.
—Oh, disculpe, Licenciada.
—No, a lo que me refiero es a que estoy casada.
Los días prosiguieron. Otumbo se convirtió en guía y segura compañía de la Licenciada. Los compañeros de él comenzaron a murmurar e hicieron comentarios burlones a costa de la relación entre el proletario trabajador y la Trabajadora social.
—Oye y, ¿por qué te llaman “El Bestia”? —le preguntó Renata una ocasión, ya con cierta confianza.
—Ah, no les haga caso a esos vatos. Ellos son más bestias que yo.
Ambos rieron.
—Bueno, pero es que así me dicen porque me critican por no andarme gastando la quincena en las mismas borracheras y apuestas que ellos. Según dicen que si no tengo que dar gasto debería botarme el dinero, nada más porque sí. Ni que fuera igual de menso como ellos. Sólo por eso me tildan de “Bestia”.
—Así que no eres casado.
—No.
Días más tarde, la confianza era tal que la mujer aceptó tomar una cerveza en el camarote de aquél.
—...así que tú... perdón, así que usté quería a alguien especial para compartir su vida y por eso tardó en casarse —completó él la conversación que ella había iniciado hacía unos minutos.
—Pues sí, se podría decir que estaba esperando a mi príncipe azul, como dicen —dijo Renata, y sonrió.
—¿Y lo encontró? —preguntó Otumbo con mirada inquisitiva.
Renata desvió la mirada, su expresión se desencajó, y no contestó.
—Ay, mira la hora. Ya es bien tarde —dijo ella por fin, dejando su cerveza sobre la mesilla que tenía al frente y comenzando a levantarse—. Es mejor que te deje descansar. Mañana tú inicias muy temprano tu jornada y yo...
Renata, habiendo dejado su faceta profesional afuera del camarote, y animada por la cerveza ingerida, se había desinhibido frente al trabajador hasta ese momento, sin embargo, ahora trataba de recuperar la compostura.
Otumbo, viendo que estaba por perder una valiosa oportunidad, se incorporó rápidamente y sujetó a la mujer de uno de sus brazos.
—Mire, la mera verda´, y con todo respeto, le juro que la primera vez que la vi creí que por fin había encontrado a la mujer con quien me iba a casar.
—¡¿Qué?! —dijo Renata, con sorpresa.
—Sí, de verda´ buena. Es cierto que creí que era una... bueno, uste’ me entiende, pero al verla así... tan bonita, tan fina... me dije a mí mismo, a esa mujer la saco de chambear y la hago mi esposa; le juro que así pensé.
Renata se quedo en silencio, y con los ojos muy abiertos y vidriosos.
Otumbo, aprovechando el estado de ella, no perdió ni un segundo más y...
—Mire... para que vea que es verda´ lo que me provoca —le dijo, a la vez que, sirviéndose de que aún la sujetaba firmemente, le llevó una de sus manos a la cremallera de su pantalón.
Renata así pudo sentir; aún sobre la tela del pantalón de Otumbo; la hombría de aquél. Era un bulto tosco, duro y grueso, que apenas daba muestra de lo que se guardaba debajo. No obstante, ¡era tremendo!
—Con todo respeto, la mera verda´ es que una mujer como usté es un sueño para mí... es lo máximo —le dijo él.
—¿En serio? —dijo Renata, evidentemente afectada por las palabras del hombre.
Es cierto que la cerveza ingerida por ella había hecho su efecto, sin embargo, a Renata también la impulsaban sus propias y naturales necesidades de mujer.
Si tan sólo su marido hubiese sido más proclive a percibir aquello. Su mujer lo necesitaba; no sólo como marido y padre para su hijo, sino también como hombre.
Si tan sólo lo hubiese notado. Pero ahora su mujer se tendía en el catre de otro dejándose llevar por el momento y sus propias necesidades.
—No se va usté’ a arrepentir, ando que me quemo por dentro y traigo unas ganas locas por hacerla... por hacerla la mujer más feliz del mundo —le dijo Otumbo, cuando ya ambos estaban echados sobre el catre y él se bajaba la ropa que le cubría de la cintura pa´ abajo.
Las mejillas de la dama lucían sonrojadas, exponiendo la intervención del alcohol en aquella situación, no obstante, Otumbo notaba que la hembra, de por sí, lo apetecía.
—¡En la madre! —gritó Renata, ya fuera y muy lejos de su rol profesional, al ver el descomunal tamaño de la mandarria que Otumbo se cargaba entre las piernas—. ¡No puede ser!
El mulato tenía una pinga negra; gruesa y venosa, como nunca Renata había contemplado en su vida.
—¿Le gusta lo que ve? —le preguntó aquél.
—¡Qué si me gusta! ¡Uy, y mira nada más cómo respinga! —contestó ella, etílicamente animada.
—Si respinga es sólo por usté.
—Así que por mí —le replicó Renata, en un tono guasón que no había mostrado hasta ese momento, al mismo tiempo que se adueñaba de la enorme pieza de carne por propia mano.
La Licenciada brindó caricias muy especiales al tolete. Fue así como comenzó a chaqueteársela, a la vez que ella podía sentir como su propia vagina se autolubricaba, previendo, sin duda, lo que podría venir.
—Después de todo sí que tienes algo de “Bestia” —dijo Renata, con picardía—. Esto no le puede pertenecer a un hombre. Míralo, ¡está enorme! —y lo sopesó.
Otumbo sonrió; por primera vez su apodo le agradó.
—¿Quieres sentirla? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir...? ¿Te refieres a metérmela? —preguntó Renata con cierta candidez infantil.
Otumbo, radiante, asintió.
—¡No...! ¡No, cómo crees...! Si acaso te la chupo, pero de eso nada. ¿Cómo crees que algo así me puede caber? ¡Imposible! —dijo tajante Renata.
—Pues órale, vas —dijo un ansioso trabajador, compañero de Otumbo, quien miraba por un orificio desde una de las paredes.
Aquél era uno de tres compañeros de Otumbo que habían estado espiando a la pareja, pues tenían la suerte de compartir camarote justo al lado de él. Al oír las voces de Otumbo y de la Licenciada, se mostraron muy atentos a lo que ocurría a tan sólo unos centímetros de ellos.
Gracias a la pequeña abertura en una de las mamparas pudieron estar, incluso, de mirones. Por turnos, se convirtieron en testigos de la exclusiva complacencia brindada por la Trabajadora social al humilde trabajador.
La Licenciada lamió y chupeteó la punta y todo el fuste de aquel morrocotudo toletón. Claro que no pudo introducírselo entero en su boca; aquello sería inhumano. No obstante, le dio placer al tendido moreno, quien no se quedó sin contribuir recíprocamente.
Otumbo introdujo sus gruesos dedos en la raja de la dama que ya chorreaba. Estos fueron los miembros pioneros en examinar tal gruta natural, y así se empaparon de los líquidos propios de ella. Aunque, por supuesto, él deseaba explorarla con su miembro máximo.
Era por ello que el hombre había aguantado, con notable esfuerzo, las ganas de venirse en aquellos labios que le habían mamado tan afanosamente la cabeza de su birote. Renata había lengüeteado y manipulado con tal ímpetu el sexo de Otumbo que, a otro hombre menos resistente, le hubiera exprimido hasta la última gota de su esencia masculina en poco tiempo.
De pronto, Otumbo tomó a su compañera de catre por debajo de sus muslos y la cargó con la mayor facilidad, y con toda la intención de sentarla en su mero pitote. Éste apuntaba al cielo, cabeceando, ansioso por ser huésped de aquel hermoso cuerpo curvilíneo.
—¡No no no! ¡Espérate, ¿qué me vas a hacer?! —gritó aquella quien, pese a la borrachera que se cargaba, aún guardaba la suficiente sensatez como para ser consciente de lo que aquella posible intromisión significaba.
En ese instante, al escuchar los gritos de la Licenciada, los otros dos trabajadores que no podían mirar lo que sucedía al otro lado de la mampara, se pelearon con el tercero para que éste los dejara ver. Ninguno se quería perder semejante escena.
Pero aquella disputa sólo les hizo perderse de lo que pasó después. Y al fin, cuando uno de ellos logró ver lo que ocurría, sólo vio esto:
La Licenciada ya se había levantado del catre de Otumbo. Tenía la ropa desarreglada; la falda estaba alzada, de tal forma que permitía verle la parte trasera de los muslos y parte de aquellas voluminosas nalgas. Pese a que las pantaletas cubrían la división de su enorme culote, aquellos mirones podían estar agradecidos, pues, con tal imagen, bien podrían inspirarse para hacerse una satisfactoria chaqueta más tarde. La mujer estaba tan buena, o más, de cómo la habían imaginado aquellos morbosos, quienes la mal miraban desde su llegada.
Renata se notaba un tanto vacilante y su hablar no era del todo preciso, debido a la borrachera que aún no se le bajaba.
—Te lo juro; nunca me han metido una cosa así. —dijo ella.
—Le prometo que lo haré con cuidado. Además ya está usté’ bien mojadita —le dijo Otumbo, tratando de recobrar su confianza.
—No, con eso de seguro me desgracias. Y luego... ¿a ver? ¿A ver qué hago aquí en plataforma si sufro un desgarre? Ni modo que acuda al médico de la compañía. No manches... quedaría como una...
—Como una puta infiel, que es lo que es —dijo uno de los trabajadores detrás del mamparo queriendo hacerse el ocurrente frente a sus compañeros.
No obstante, Otumbo pareció entender, al contrario de los tres trabajadores que los espiaban...
—¡Pinche Bestia...! Ahora es cuando —dijo el que en ese momento miraba.
—¿Qué pasa? ¿Se la va a meter o no...? —preguntó otro.
—No, pues... yo no la quiero perjudicar. Y sea como sea no la voy a obligar —dijo Otumbo, demostrando su calidad humana.
Fue así como se fue mermando la oportunidad de aquella cópula que parecía prometedora para aquellos tres mirones, por lo que calificaron despectivamente a su compañero por desaprovechar tan preciosa oportunidad.
—¡Aaah... qué pinche pendejo¡ —exclamaron, casi al unísono, junto a otros variados calificativos.
Al día siguiente, Renata Campos sufría la resaca física y moral de su vida. Había estado a punto de jugarse su trabajo. Con tanto que le había costado. Y... más aún, había cometido una infidelidad. Una infidelidad al hombre que la había apoyado a hacerse una profesionista, una infidelidad al hombre que la amaba.
En aquellos pensamientos estaba cuando un trabajador se le dejó ir. Agarrándola descuidada y a solas, trató de vejar a la Licenciada. El muy truhan se adueñó de sus turgencias femeninas en tan sólo unos segundos, que a ella le parecieron horas.
En el estrecho pasillo gritó pero nadie vino en su auxilio; no evitó ser manoseada y ensalivada.
—´Óra sí chula. Te voy a bajar los ardores. ¡Vas a ver que éste sí es hombre! —le dijo aquél.
Y es que, para esos momentos, la mujer ya había sido criticada y juzgada por la mayor parte del personal de la plataforma quienes la tildaban de: “casada, pero necesitada...”, pues, gracias a aquellos tres chismosos, muchos sabían de lo ocurrido con Otumbo.
Y como no faltaba el “aventado”.
Aquel desgraciado pretendía hacerla suya a la fuerza, sin embargo, hábilmente, Renata se dio la maña de darle un rodillazo en sus ansiosas partes. Lo dejó haciéndose un ovillo del dolor y ella corrió alejándose de allí.
Temiendo una denuncia, el malandrín huyó de la plataforma antes de que Renata se lo comunicara a alguien, sin embargo, al final, todo mundo se enteró.
Otumbo, preocupado por ella, trató de consolarla aunque...
—¡Déjame! —le dijo ella y se alejó de él.
Renata se mantuvo distante de Otumbo, decidida a no arriesgarse nuevamente. Y a no cometer algo tan peligroso como aquel desliz.
—Pues sí cabrón. La cagaste y bien feo pinche Bestia —le decía más tarde, un compañero suyo (uno de aquellos mirones) mientras jugaba cartas con Otumbo.
—Si ya la tenías pero si bien puesta, no sé por qué la dejaste ir viva, caray —dijo otro.
Como Otumbo estaba un tanto tomado, y aún más ebrio de despecho, no quiso ni reflexionar ni refutar las palabras de sus camaradas de juego. Sólo se dejó hundir en aquella depresión hasta que, habiendo perdido todo su jornal, dejó aquel grupo y se fue a su camarote.
Encerrado en aquel estrecho lugar, se dio la libertad de hacerse, por propia mano, una rotunda chaqueta.
Después de todo, se había perdido el servicio de las visitadoras la última vez y ya tenía mucho tiempo de no descargar su semilla.
Fue así que mientras sus vecinos estaban enfrascados en su juerga nocturna, él se ocupaba de otra cosa.
Otumbo atrajo la imagen de Renata a su mente. Aquellas porciones generosas de carne femenina que formaban su culo le llegaron de inmediato. Quizás sus compañeros tenían razón, había sido un tonto. Debió hacerla suya cuando tuvo la oportunidad. Pero...
Pero él no era así.
«Me conformo con lo buena que fue. Ninguna mujer había sido así conmigo, ninguna. Y eso fue de lo más bonito que he vivido», se dijo para sí, al mismo tiempo que recordaba cómo aquella “dama” le había mamado el pito por propia voluntad, y así encontró conformidad.
Su tosca manaza se asía de su grueso pene y lo estimulaba, con la imagen de la mujer que amaba en el pensamiento.
Tan ido estaba en su fantasía que no escuchó los pasos que se aproximaban.
Renata se encontró así con el cuerpo tendido de Otumbo en aquel catre que le quedaba chico. Él se daba fuertes tallones, creyéndose solo, y ella se quedó pasmada y expectante.
—¡Qué delicia... que delicia de mujer es usté’ Licenciada! —se decía Otumbo en medio de su ensoñación.
Ni en la soledad de la fantasía le faltaba al respeto. Sorprendida de eso, Renata atenuó la primera impresión que aquella impúdica escena le habría provocado. Se guardo las palabras que había ido a expresarle a Otumbo para después y se aproximó a él.
Ninguno pronunció palabra mientras ella se adueñó del miembro para chuparlo. Renata hacía el máximo esfuerzo por abrir sus mandíbulas al máximo. Con tan tremendo atrevimiento, la mujer introdujo el glande hasta casi tocar su úvula.
Los guturales sonidos producidos por Renata eran a la vez morbosos y angustiosos, parecería que estuviera en riesgo de ahogarse. Otumbo podía ver el enorme esfuerzo que ella hacía al tratar de tragarse su carne. Él no podía estar más que agradecido ante aquel acto.
Renata nunca llegó a metérselo por completo, pero no dejó de intentarlo. Llegó el turno de devolverle el placer recibido y, aún sin mediar palabra, Otumbo cambió de posición con ella.
Renata, todavía vestida, se abrió de piernas alzándose a sí misma la falda. A él correspondió el bajarle las pantaletas que; pese a las enormes manazas con las que lo hacía; deslizó delicadamente hasta sacárselas de cada una de las piernas.
Así, Otumbo estuvo frente a una abertura vaginal que lo esperaba anhelante. Chorreantemente deseosa de su contacto, la panocha parecía derretirse. Los gruesos labios de él besaron aquellos otros más finos. Hembra y hombre se babearon mutuamente con enorme pasión.
La mujer arqueó en repetidas ocasiones su espalda, demostrando así el arribo del anhelado orgasmo. Hacía mucho que no disfrutaba de algo así y en tal multiplicidad. Esa sensación la hacía sentirse completa y viva.
Aún no existía una unión machihembrada entre ambos, ya que el pene aguardaba debajo del cuerpo de ella, solamente disfrutando de los lúbricos tallones. No obstante, en ese momento, la intimidad entre ambos era aún mayor que la que hubo entre aquella mujer y su marido la última noche que durmieron juntos.
Renata se desahogó con Otumbo del pesar de su relación conyugal. Mientras Renata le platicaba de su marido y su complicada relación con aquél, se mecía de la cintura pa´bajo, meciendo la mitad inferior de su cuerpo de adelante hacia atrás, en un vaivén muy lento pero constante, sin prisas. Lo hacía al mismo tiempo que se confesaba con total confianza ante Otumbo, quien la veía desde abajo, recostado en el catre. Esta vez no había alcohol de por medio, así que no había pretexto, ambos estaban muy conscientes de lo que hacían.
Ellos continuaron así durante un rato; platicando entre sí con familiaridad, cachondeando suave pero rico. Como si se conocieran de años. De vez en vez, ella se inclinaba para besarlo, y él le correspondía con la pasión de un amante, no sólo deseoso, sino plenamente enamorado.
Renata sabía en esos momentos que estaba traicionando el amor incondicional de su actual cónyuge, pero... ¿a quién le correspondía su fidelidad? ¿A él...? ¿O a sí misma?
—¿Sabes cuándo fue la última vez que mi marido me provocó un orgasmo? —de repente Renata le expresó a Otumbo.
Él no halló palabras con las que responder. Sin embargo Renata no buscaba una respuesta.
—Estoy lista. Cógeme —dijo ella decididamente y se levantó sólo lo suficiente para poder guiar el morsolote a su vagina.
Con mucho cuidado, ella misma se montó en tan tremendo pedazo de carne tiesa.
—Que no me duela —todavía pidió la Licenciada.
Llegado el momento, Renata apenas podía creer que había sido capaz de resguardarlo dentro. Todo entero había ingresado en su cuerpo.
Otumbo la llenaba. Jamás había sentido algo tan ajustado y delicioso. Cuando el movimiento copular se hizo presente, Renata disfrutó de las lentas arremetidas de Otumbo que pese a lo laxas la hacían gemir. Otros hombres (como los vecinos de al lado) se le hubieran ido impulsivamente desde el inicio, pero no Otumbo; él sabía hacerla disfrutar el momento pues él, a su vez, así lo hacía.
Fue la propia Renata quien pidió que la fuerza de los bombeos se incrementara:
—¡Dále, dále! ¡Con más fuerza! ¡Más rico! ¡Sigue, sigue... aaasííí...!
Llegó el turno de cambiar de posición y Otumbo la recostó en el catre, abriéndola de piernas para llenarla toda. Los bombeos para ese instante ya eran bestiales, y como Otumbo tenía aguante la hizo llegar al orgasmo nuevamente. No obstante, los vigorosos embistes eran tan tremendos que hacían rechinar el catre y ese ruido se comunicó al camarote vecino.
Mientras uno de los trabajadores tomaba conciencia de lo particular de aquel sonido, del otro lado, el canal femenino estaba más que dilatado y así recibió el esperma de aquel mulato que ya lo había resguardado por mucho.
De la vagina de Renata escapó un poco de aquella semilla masculina, sólo un poco pues el tolete seguía bien ensartado, impidiendo el escape de más. Y es que, aunque Otumbo se había venido, su sexo seguía fuerte y duro intentando complacerla.
—¡Aaaahhh, qué delicioso! —exclamó ella, al reconocer lo que era coger de verdad.
Ahora la tenía empinada sobre el catre, mientras él la seguía bombeando.
—¡Hasta adentro! —se decía el trabajador que los espiaba sin comunicárselo a sus compinches pues, esta vez, no quería perderse de nada de aquel espectáculo sólo para sus ojos.
Fue así que aquel compañero fue el único testigo del aguante verdaderamente salvaje de Otumbo. La Licenciada podía darse el gusto de proporcionarse unos buenos sentones sin que aquel falo se le doblegara. Ella se retorcía de placer manifestando que disfrutaba de las poderosas arremetidas.
Cuando Otumbo se le vino por segunda vez, en esa ocasión lo hizo sobre las nalgas de la Licenciada, embarrándole todo su esperma en ellas con el mismo fuste que había escupídole aquello. Como verdadera mandarria, el mulato golpeó con su falo aquellas bellas carnes.
Húmedos por la faena, ambos se echaron en aquel pequeño catre; una encima del otro para poder caber.
—¿Crees que debo dejar a mi marido?
—Sí, hazlo. Vente... vente conmigo. Yo no te puedo ofrecer mucho pero...
Los dos quedaron en silencio. Tal vez reflexionando en distintas direcciones.
Pero luego de aquel encuentro de sexos Renata regresó a tierra, tras cumplir con su trabajo. Otumbo se despidió de ella esperanzado en que la volvería a ver, pues le prometió regresar, pero ella no lo hizo. Aquello sólo fue una aventura, algo con lo que podría llenar sus solitarias noches recordando tan carnal encuentro.
Cuando tuvo la oportunidad, Renata consiguió un mejor empleo y jamás tuvo la necesidad de arribar a otra plataforma. Mientras tanto, meses más tarde, Otumbo se hacía a la idea de que sólo había sido utilizado.
La Licenciada Campos nunca se enteraría de que aquel enorme mulato se arrojaría al mar, totalmente descorazonado al saber que, pese a haber conocido al amor de su vida, nunca más la volvería a tener entre sus brazos. Renata Campos, Trabajadora social, disfrutaba de una calidad de vida que él nunca le podría ofrecer.
Era la única mujer en aquel aislado lugar, así que no era de extrañar que fuese el centro de atención de la población masculina. Y si bien ella trató de darse a respetar, lo cierto es que aquel escándalo con el que la Trabajadora Social inauguró su arribo no le ayudó mucho.
Aquella, la Licenciada Renata Campos, llegó al puerto antes de lo esperado, así que no encontró el transporte correspondiente a esas horas. Se le hizo fácil abordar una embarcación más austera que, según supo, también iba hacia la plataforma petrolera. No obstante, aquella lancha llevaba mujeres para el servicio de los hombres; de eso se enteró demasiado tarde.
—¡Vente pa´cá, morena! —gritó el tosco y colosal hombre que la recibió nada más llegar.
La Licenciada no se esperaba tal recepción, y es que, cada una de las mujeres que bajaron de la embarcación, fueron manoseadas por los hombres que ya ansiaban tentar con ambas manos a las hembras que les llevaban. Estaban hambrientos de carne fémina.
El hombretón que le dio la bienvenida, era un mulato de casi dos metros de altura y fornido como toro. Sus musculosos brazos la rodearon fácilmente y sus anchas manos se adueñaron, sin empacho, de sus generosas nalgas.
Mientras las morenas y enormes manos se hacían dueñas de sus voluminosas nalgas, tanto que la levantaban totalmente del suelo, Renata sintió verdadero miedo. ¿A dónde había ido a parar?
Pese a ello se dominó.
—¡Suéltame idiota! ¡Te ordeno que me bajes!
El hombre se extrañó ante tal actitud; pues no la esperaba de una dama propia del oficio; y todavía dubitativo la bajó.
Fue hasta ese momento que él la observó con más cuidado. Ella no vestía como las demás mujeres que habían arribado. Su vestuario era más bien formal, discreto; era cierto que era una dama atractiva, pero su notable sensualidad provenía de sus propias curvas y no de un vestuario llamativo como las otras mujeres ofrecedoras de placer.
Así es, Otumbo García estaba frente a una mujer muy diferente a las otras que habían llegado.
Una vez aclarado el mal entendido, la Licenciada Renata fue instalada en el cubículo correspondiente, y se avocó a su tarea.
Por supuesto que su primera crítica se enfocó en aquel tipo de servicio que las mujeres, con quienes había llegado, ofrecían a los hombres (muchos de ellos casados).
Solidarizándose con las esposas de los trabajadores, sin siquiera conocerlas, se propuso frenar aquello pero...
—Buenas tardes Señorita, ¿puedo pasar? —le dijo Otumbo, con un aire un tanto cohibido, pese a su enorme tamaño.
—Buenas tardes, sí claro —le respondió Renata, desde su escritorio con condescendencia.
El hombretón apenas si cabía en el pequeño espacio y, aún sentado, hacía ver el lugar como casa de juguete.
—Bien, ¿en qué puedo ayudarle? —dijo ella, aunque notaba la razón de su visita.
—Mire... pues, la mera verda´ es que vengo yo a... a disculparme, ¿sabe? Estoy rete apenado por lo que hice y...
—No se preocupe —le interrumpió ella, mostrando cordialidad—. Ahora que entiendo lo sucedido lo olvidaré, si usted promete ayudarme a que el resto de sus compañeros también haga lo mismo. No estoy interesada en fomentar ningún escándalo. Nada me interesa más que hacer mi trabajo.
La licenciada le explicó que veía muy mal el asunto de las suripantas que ofrecían sus servicios en la plataforma, y que estaba decidida a eliminar tal práctica.
—Pero Señorita, usté no puede hacer eso —ahora correspondió a Otumbo interrumpir.
—¡¿Cómo?! Claro que puedo. He sido enviada para identificar problemas laborales y esto es sin duda...
—No, mire. Escúcheme. Lamento en verda´ lo que pasó pero... pues bueno, lo que hacen las chicas es muy necesario. Es indispensable. Sin ellas...
—No cambiaré mi decisión sólo por la lujuria de...
—No es eso. Mire, aquí uno se siente bien solo. Entiendo que uste’ crea que... pues que está mal el trabajo de las señoritas, pero la verda´ que aquí es muy necesario. Mire, le juro... uno aquí, sólo, aislado de su familia pues... La mera verda´ le vienen a uno ideas malas. Créame, hasta llegan a dar ideas de quitarse la vida. La vida aquí en plataforma es muy dura.
Fue así que Renata empezó a darse cuenta que la situación era más compleja de lo que pensaba. Aquel hombretón, al sincerarse así con ella, llegando incluso hasta las lágrimas, le narró su propia experiencia lo que despertó compasión en ella.
—Bien, pues evaluaré la situación —le dijo la Licenciada minutos más tarde.
—Gracias Señorita, y le ruego me disculpe por...
—No, no se preocupe. Ya todo olvidado —le dijo, pese a que aún tenía bien presentes aquellas manazas que se habían adueñado de sus asentaderas; de hecho las miró con cierto espanto, aunque también con...
—Pues de nuevo, gracias Señorita.
Renata lo vio a la cara y nerviosa asintió, no podría responder de otra forma después de haberse condolido de aquel tremendo hombre a quien, sin embargo, ahora miraba más allá de su apariencia.
—Ah, y por cierto, no soy Señorita.
—Oh, disculpe, Licenciada.
—No, a lo que me refiero es a que estoy casada.
Los días prosiguieron. Otumbo se convirtió en guía y segura compañía de la Licenciada. Los compañeros de él comenzaron a murmurar e hicieron comentarios burlones a costa de la relación entre el proletario trabajador y la Trabajadora social.
—Oye y, ¿por qué te llaman “El Bestia”? —le preguntó Renata una ocasión, ya con cierta confianza.
—Ah, no les haga caso a esos vatos. Ellos son más bestias que yo.
Ambos rieron.
—Bueno, pero es que así me dicen porque me critican por no andarme gastando la quincena en las mismas borracheras y apuestas que ellos. Según dicen que si no tengo que dar gasto debería botarme el dinero, nada más porque sí. Ni que fuera igual de menso como ellos. Sólo por eso me tildan de “Bestia”.
—Así que no eres casado.
—No.
Días más tarde, la confianza era tal que la mujer aceptó tomar una cerveza en el camarote de aquél.
—...así que tú... perdón, así que usté quería a alguien especial para compartir su vida y por eso tardó en casarse —completó él la conversación que ella había iniciado hacía unos minutos.
—Pues sí, se podría decir que estaba esperando a mi príncipe azul, como dicen —dijo Renata, y sonrió.
—¿Y lo encontró? —preguntó Otumbo con mirada inquisitiva.
Renata desvió la mirada, su expresión se desencajó, y no contestó.
—Ay, mira la hora. Ya es bien tarde —dijo ella por fin, dejando su cerveza sobre la mesilla que tenía al frente y comenzando a levantarse—. Es mejor que te deje descansar. Mañana tú inicias muy temprano tu jornada y yo...
Renata, habiendo dejado su faceta profesional afuera del camarote, y animada por la cerveza ingerida, se había desinhibido frente al trabajador hasta ese momento, sin embargo, ahora trataba de recuperar la compostura.
Otumbo, viendo que estaba por perder una valiosa oportunidad, se incorporó rápidamente y sujetó a la mujer de uno de sus brazos.
—Mire, la mera verda´, y con todo respeto, le juro que la primera vez que la vi creí que por fin había encontrado a la mujer con quien me iba a casar.
—¡¿Qué?! —dijo Renata, con sorpresa.
—Sí, de verda´ buena. Es cierto que creí que era una... bueno, uste’ me entiende, pero al verla así... tan bonita, tan fina... me dije a mí mismo, a esa mujer la saco de chambear y la hago mi esposa; le juro que así pensé.
Renata se quedo en silencio, y con los ojos muy abiertos y vidriosos.
Otumbo, aprovechando el estado de ella, no perdió ni un segundo más y...
—Mire... para que vea que es verda´ lo que me provoca —le dijo, a la vez que, sirviéndose de que aún la sujetaba firmemente, le llevó una de sus manos a la cremallera de su pantalón.
Renata así pudo sentir; aún sobre la tela del pantalón de Otumbo; la hombría de aquél. Era un bulto tosco, duro y grueso, que apenas daba muestra de lo que se guardaba debajo. No obstante, ¡era tremendo!
—Con todo respeto, la mera verda´ es que una mujer como usté es un sueño para mí... es lo máximo —le dijo él.
—¿En serio? —dijo Renata, evidentemente afectada por las palabras del hombre.
Es cierto que la cerveza ingerida por ella había hecho su efecto, sin embargo, a Renata también la impulsaban sus propias y naturales necesidades de mujer.
Si tan sólo su marido hubiese sido más proclive a percibir aquello. Su mujer lo necesitaba; no sólo como marido y padre para su hijo, sino también como hombre.
Si tan sólo lo hubiese notado. Pero ahora su mujer se tendía en el catre de otro dejándose llevar por el momento y sus propias necesidades.
—No se va usté’ a arrepentir, ando que me quemo por dentro y traigo unas ganas locas por hacerla... por hacerla la mujer más feliz del mundo —le dijo Otumbo, cuando ya ambos estaban echados sobre el catre y él se bajaba la ropa que le cubría de la cintura pa´ abajo.
Las mejillas de la dama lucían sonrojadas, exponiendo la intervención del alcohol en aquella situación, no obstante, Otumbo notaba que la hembra, de por sí, lo apetecía.
—¡En la madre! —gritó Renata, ya fuera y muy lejos de su rol profesional, al ver el descomunal tamaño de la mandarria que Otumbo se cargaba entre las piernas—. ¡No puede ser!
El mulato tenía una pinga negra; gruesa y venosa, como nunca Renata había contemplado en su vida.
—¿Le gusta lo que ve? —le preguntó aquél.
—¡Qué si me gusta! ¡Uy, y mira nada más cómo respinga! —contestó ella, etílicamente animada.
—Si respinga es sólo por usté.
—Así que por mí —le replicó Renata, en un tono guasón que no había mostrado hasta ese momento, al mismo tiempo que se adueñaba de la enorme pieza de carne por propia mano.
La Licenciada brindó caricias muy especiales al tolete. Fue así como comenzó a chaqueteársela, a la vez que ella podía sentir como su propia vagina se autolubricaba, previendo, sin duda, lo que podría venir.
—Después de todo sí que tienes algo de “Bestia” —dijo Renata, con picardía—. Esto no le puede pertenecer a un hombre. Míralo, ¡está enorme! —y lo sopesó.
Otumbo sonrió; por primera vez su apodo le agradó.
—¿Quieres sentirla? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir...? ¿Te refieres a metérmela? —preguntó Renata con cierta candidez infantil.
Otumbo, radiante, asintió.
—¡No...! ¡No, cómo crees...! Si acaso te la chupo, pero de eso nada. ¿Cómo crees que algo así me puede caber? ¡Imposible! —dijo tajante Renata.
—Pues órale, vas —dijo un ansioso trabajador, compañero de Otumbo, quien miraba por un orificio desde una de las paredes.
Aquél era uno de tres compañeros de Otumbo que habían estado espiando a la pareja, pues tenían la suerte de compartir camarote justo al lado de él. Al oír las voces de Otumbo y de la Licenciada, se mostraron muy atentos a lo que ocurría a tan sólo unos centímetros de ellos.
Gracias a la pequeña abertura en una de las mamparas pudieron estar, incluso, de mirones. Por turnos, se convirtieron en testigos de la exclusiva complacencia brindada por la Trabajadora social al humilde trabajador.
La Licenciada lamió y chupeteó la punta y todo el fuste de aquel morrocotudo toletón. Claro que no pudo introducírselo entero en su boca; aquello sería inhumano. No obstante, le dio placer al tendido moreno, quien no se quedó sin contribuir recíprocamente.
Otumbo introdujo sus gruesos dedos en la raja de la dama que ya chorreaba. Estos fueron los miembros pioneros en examinar tal gruta natural, y así se empaparon de los líquidos propios de ella. Aunque, por supuesto, él deseaba explorarla con su miembro máximo.
Era por ello que el hombre había aguantado, con notable esfuerzo, las ganas de venirse en aquellos labios que le habían mamado tan afanosamente la cabeza de su birote. Renata había lengüeteado y manipulado con tal ímpetu el sexo de Otumbo que, a otro hombre menos resistente, le hubiera exprimido hasta la última gota de su esencia masculina en poco tiempo.
De pronto, Otumbo tomó a su compañera de catre por debajo de sus muslos y la cargó con la mayor facilidad, y con toda la intención de sentarla en su mero pitote. Éste apuntaba al cielo, cabeceando, ansioso por ser huésped de aquel hermoso cuerpo curvilíneo.
—¡No no no! ¡Espérate, ¿qué me vas a hacer?! —gritó aquella quien, pese a la borrachera que se cargaba, aún guardaba la suficiente sensatez como para ser consciente de lo que aquella posible intromisión significaba.
En ese instante, al escuchar los gritos de la Licenciada, los otros dos trabajadores que no podían mirar lo que sucedía al otro lado de la mampara, se pelearon con el tercero para que éste los dejara ver. Ninguno se quería perder semejante escena.
Pero aquella disputa sólo les hizo perderse de lo que pasó después. Y al fin, cuando uno de ellos logró ver lo que ocurría, sólo vio esto:
La Licenciada ya se había levantado del catre de Otumbo. Tenía la ropa desarreglada; la falda estaba alzada, de tal forma que permitía verle la parte trasera de los muslos y parte de aquellas voluminosas nalgas. Pese a que las pantaletas cubrían la división de su enorme culote, aquellos mirones podían estar agradecidos, pues, con tal imagen, bien podrían inspirarse para hacerse una satisfactoria chaqueta más tarde. La mujer estaba tan buena, o más, de cómo la habían imaginado aquellos morbosos, quienes la mal miraban desde su llegada.
Renata se notaba un tanto vacilante y su hablar no era del todo preciso, debido a la borrachera que aún no se le bajaba.
—Te lo juro; nunca me han metido una cosa así. —dijo ella.
—Le prometo que lo haré con cuidado. Además ya está usté’ bien mojadita —le dijo Otumbo, tratando de recobrar su confianza.
—No, con eso de seguro me desgracias. Y luego... ¿a ver? ¿A ver qué hago aquí en plataforma si sufro un desgarre? Ni modo que acuda al médico de la compañía. No manches... quedaría como una...
—Como una puta infiel, que es lo que es —dijo uno de los trabajadores detrás del mamparo queriendo hacerse el ocurrente frente a sus compañeros.
No obstante, Otumbo pareció entender, al contrario de los tres trabajadores que los espiaban...
—¡Pinche Bestia...! Ahora es cuando —dijo el que en ese momento miraba.
—¿Qué pasa? ¿Se la va a meter o no...? —preguntó otro.
—No, pues... yo no la quiero perjudicar. Y sea como sea no la voy a obligar —dijo Otumbo, demostrando su calidad humana.
Fue así como se fue mermando la oportunidad de aquella cópula que parecía prometedora para aquellos tres mirones, por lo que calificaron despectivamente a su compañero por desaprovechar tan preciosa oportunidad.
—¡Aaah... qué pinche pendejo¡ —exclamaron, casi al unísono, junto a otros variados calificativos.
Al día siguiente, Renata Campos sufría la resaca física y moral de su vida. Había estado a punto de jugarse su trabajo. Con tanto que le había costado. Y... más aún, había cometido una infidelidad. Una infidelidad al hombre que la había apoyado a hacerse una profesionista, una infidelidad al hombre que la amaba.
En aquellos pensamientos estaba cuando un trabajador se le dejó ir. Agarrándola descuidada y a solas, trató de vejar a la Licenciada. El muy truhan se adueñó de sus turgencias femeninas en tan sólo unos segundos, que a ella le parecieron horas.
En el estrecho pasillo gritó pero nadie vino en su auxilio; no evitó ser manoseada y ensalivada.
—´Óra sí chula. Te voy a bajar los ardores. ¡Vas a ver que éste sí es hombre! —le dijo aquél.
Y es que, para esos momentos, la mujer ya había sido criticada y juzgada por la mayor parte del personal de la plataforma quienes la tildaban de: “casada, pero necesitada...”, pues, gracias a aquellos tres chismosos, muchos sabían de lo ocurrido con Otumbo.
Y como no faltaba el “aventado”.
Aquel desgraciado pretendía hacerla suya a la fuerza, sin embargo, hábilmente, Renata se dio la maña de darle un rodillazo en sus ansiosas partes. Lo dejó haciéndose un ovillo del dolor y ella corrió alejándose de allí.
Temiendo una denuncia, el malandrín huyó de la plataforma antes de que Renata se lo comunicara a alguien, sin embargo, al final, todo mundo se enteró.
Otumbo, preocupado por ella, trató de consolarla aunque...
—¡Déjame! —le dijo ella y se alejó de él.
Renata se mantuvo distante de Otumbo, decidida a no arriesgarse nuevamente. Y a no cometer algo tan peligroso como aquel desliz.
—Pues sí cabrón. La cagaste y bien feo pinche Bestia —le decía más tarde, un compañero suyo (uno de aquellos mirones) mientras jugaba cartas con Otumbo.
—Si ya la tenías pero si bien puesta, no sé por qué la dejaste ir viva, caray —dijo otro.
Como Otumbo estaba un tanto tomado, y aún más ebrio de despecho, no quiso ni reflexionar ni refutar las palabras de sus camaradas de juego. Sólo se dejó hundir en aquella depresión hasta que, habiendo perdido todo su jornal, dejó aquel grupo y se fue a su camarote.
Encerrado en aquel estrecho lugar, se dio la libertad de hacerse, por propia mano, una rotunda chaqueta.
Después de todo, se había perdido el servicio de las visitadoras la última vez y ya tenía mucho tiempo de no descargar su semilla.
Fue así que mientras sus vecinos estaban enfrascados en su juerga nocturna, él se ocupaba de otra cosa.
Otumbo atrajo la imagen de Renata a su mente. Aquellas porciones generosas de carne femenina que formaban su culo le llegaron de inmediato. Quizás sus compañeros tenían razón, había sido un tonto. Debió hacerla suya cuando tuvo la oportunidad. Pero...
Pero él no era así.
«Me conformo con lo buena que fue. Ninguna mujer había sido así conmigo, ninguna. Y eso fue de lo más bonito que he vivido», se dijo para sí, al mismo tiempo que recordaba cómo aquella “dama” le había mamado el pito por propia voluntad, y así encontró conformidad.
Su tosca manaza se asía de su grueso pene y lo estimulaba, con la imagen de la mujer que amaba en el pensamiento.
Tan ido estaba en su fantasía que no escuchó los pasos que se aproximaban.
Renata se encontró así con el cuerpo tendido de Otumbo en aquel catre que le quedaba chico. Él se daba fuertes tallones, creyéndose solo, y ella se quedó pasmada y expectante.
—¡Qué delicia... que delicia de mujer es usté’ Licenciada! —se decía Otumbo en medio de su ensoñación.
Ni en la soledad de la fantasía le faltaba al respeto. Sorprendida de eso, Renata atenuó la primera impresión que aquella impúdica escena le habría provocado. Se guardo las palabras que había ido a expresarle a Otumbo para después y se aproximó a él.
Ninguno pronunció palabra mientras ella se adueñó del miembro para chuparlo. Renata hacía el máximo esfuerzo por abrir sus mandíbulas al máximo. Con tan tremendo atrevimiento, la mujer introdujo el glande hasta casi tocar su úvula.
Los guturales sonidos producidos por Renata eran a la vez morbosos y angustiosos, parecería que estuviera en riesgo de ahogarse. Otumbo podía ver el enorme esfuerzo que ella hacía al tratar de tragarse su carne. Él no podía estar más que agradecido ante aquel acto.
Renata nunca llegó a metérselo por completo, pero no dejó de intentarlo. Llegó el turno de devolverle el placer recibido y, aún sin mediar palabra, Otumbo cambió de posición con ella.
Renata, todavía vestida, se abrió de piernas alzándose a sí misma la falda. A él correspondió el bajarle las pantaletas que; pese a las enormes manazas con las que lo hacía; deslizó delicadamente hasta sacárselas de cada una de las piernas.
Así, Otumbo estuvo frente a una abertura vaginal que lo esperaba anhelante. Chorreantemente deseosa de su contacto, la panocha parecía derretirse. Los gruesos labios de él besaron aquellos otros más finos. Hembra y hombre se babearon mutuamente con enorme pasión.
La mujer arqueó en repetidas ocasiones su espalda, demostrando así el arribo del anhelado orgasmo. Hacía mucho que no disfrutaba de algo así y en tal multiplicidad. Esa sensación la hacía sentirse completa y viva.
Aún no existía una unión machihembrada entre ambos, ya que el pene aguardaba debajo del cuerpo de ella, solamente disfrutando de los lúbricos tallones. No obstante, en ese momento, la intimidad entre ambos era aún mayor que la que hubo entre aquella mujer y su marido la última noche que durmieron juntos.
Renata se desahogó con Otumbo del pesar de su relación conyugal. Mientras Renata le platicaba de su marido y su complicada relación con aquél, se mecía de la cintura pa´bajo, meciendo la mitad inferior de su cuerpo de adelante hacia atrás, en un vaivén muy lento pero constante, sin prisas. Lo hacía al mismo tiempo que se confesaba con total confianza ante Otumbo, quien la veía desde abajo, recostado en el catre. Esta vez no había alcohol de por medio, así que no había pretexto, ambos estaban muy conscientes de lo que hacían.
Ellos continuaron así durante un rato; platicando entre sí con familiaridad, cachondeando suave pero rico. Como si se conocieran de años. De vez en vez, ella se inclinaba para besarlo, y él le correspondía con la pasión de un amante, no sólo deseoso, sino plenamente enamorado.
Renata sabía en esos momentos que estaba traicionando el amor incondicional de su actual cónyuge, pero... ¿a quién le correspondía su fidelidad? ¿A él...? ¿O a sí misma?
—¿Sabes cuándo fue la última vez que mi marido me provocó un orgasmo? —de repente Renata le expresó a Otumbo.
Él no halló palabras con las que responder. Sin embargo Renata no buscaba una respuesta.
—Estoy lista. Cógeme —dijo ella decididamente y se levantó sólo lo suficiente para poder guiar el morsolote a su vagina.
Con mucho cuidado, ella misma se montó en tan tremendo pedazo de carne tiesa.
—Que no me duela —todavía pidió la Licenciada.
Llegado el momento, Renata apenas podía creer que había sido capaz de resguardarlo dentro. Todo entero había ingresado en su cuerpo.
Otumbo la llenaba. Jamás había sentido algo tan ajustado y delicioso. Cuando el movimiento copular se hizo presente, Renata disfrutó de las lentas arremetidas de Otumbo que pese a lo laxas la hacían gemir. Otros hombres (como los vecinos de al lado) se le hubieran ido impulsivamente desde el inicio, pero no Otumbo; él sabía hacerla disfrutar el momento pues él, a su vez, así lo hacía.
Fue la propia Renata quien pidió que la fuerza de los bombeos se incrementara:
—¡Dále, dále! ¡Con más fuerza! ¡Más rico! ¡Sigue, sigue... aaasííí...!
Llegó el turno de cambiar de posición y Otumbo la recostó en el catre, abriéndola de piernas para llenarla toda. Los bombeos para ese instante ya eran bestiales, y como Otumbo tenía aguante la hizo llegar al orgasmo nuevamente. No obstante, los vigorosos embistes eran tan tremendos que hacían rechinar el catre y ese ruido se comunicó al camarote vecino.
Mientras uno de los trabajadores tomaba conciencia de lo particular de aquel sonido, del otro lado, el canal femenino estaba más que dilatado y así recibió el esperma de aquel mulato que ya lo había resguardado por mucho.
De la vagina de Renata escapó un poco de aquella semilla masculina, sólo un poco pues el tolete seguía bien ensartado, impidiendo el escape de más. Y es que, aunque Otumbo se había venido, su sexo seguía fuerte y duro intentando complacerla.
—¡Aaaahhh, qué delicioso! —exclamó ella, al reconocer lo que era coger de verdad.
Ahora la tenía empinada sobre el catre, mientras él la seguía bombeando.
—¡Hasta adentro! —se decía el trabajador que los espiaba sin comunicárselo a sus compinches pues, esta vez, no quería perderse de nada de aquel espectáculo sólo para sus ojos.
Fue así que aquel compañero fue el único testigo del aguante verdaderamente salvaje de Otumbo. La Licenciada podía darse el gusto de proporcionarse unos buenos sentones sin que aquel falo se le doblegara. Ella se retorcía de placer manifestando que disfrutaba de las poderosas arremetidas.
Cuando Otumbo se le vino por segunda vez, en esa ocasión lo hizo sobre las nalgas de la Licenciada, embarrándole todo su esperma en ellas con el mismo fuste que había escupídole aquello. Como verdadera mandarria, el mulato golpeó con su falo aquellas bellas carnes.
Húmedos por la faena, ambos se echaron en aquel pequeño catre; una encima del otro para poder caber.
—¿Crees que debo dejar a mi marido?
—Sí, hazlo. Vente... vente conmigo. Yo no te puedo ofrecer mucho pero...
Los dos quedaron en silencio. Tal vez reflexionando en distintas direcciones.
Pero luego de aquel encuentro de sexos Renata regresó a tierra, tras cumplir con su trabajo. Otumbo se despidió de ella esperanzado en que la volvería a ver, pues le prometió regresar, pero ella no lo hizo. Aquello sólo fue una aventura, algo con lo que podría llenar sus solitarias noches recordando tan carnal encuentro.
Cuando tuvo la oportunidad, Renata consiguió un mejor empleo y jamás tuvo la necesidad de arribar a otra plataforma. Mientras tanto, meses más tarde, Otumbo se hacía a la idea de que sólo había sido utilizado.
La Licenciada Campos nunca se enteraría de que aquel enorme mulato se arrojaría al mar, totalmente descorazonado al saber que, pese a haber conocido al amor de su vida, nunca más la volvería a tener entre sus brazos. Renata Campos, Trabajadora social, disfrutaba de una calidad de vida que él nunca le podría ofrecer.
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