Hermanos de tierra caliente

por
género
traiciones

Paso del mono es un poblado aislado de la provincia Veracruzana. Bien podría considerarse de poco interés para el casual visitante turístico, sólo otra ranchería pintoresca del interior de la república. No obstante, los que han estado ahí por una temporada pueden dar fe de dos cosas que de seguro se llevarán en el recuerdo: El insoportable calor que hace transpirar al cuerpo prácticamente todo el día y, por otro lado, la belleza de sus hembras, todas ellas morenas, con cuerpos delineados en tales curvas que expresan con claridad su temperamento, tan fogoso como el clima de su tierra. Las nativas de Paso del mono llevan por naturaleza la sangre caliente.

—¡Quítame los calzones! ¡Ya! —ordena la voz imperativa de una muchacha al macho que, desnudo, está sobre su espalda.

—A ver si como roncas duermes chaparrita. Nomás no te vayas a hacer de la boca chiquita luego —le responde el varonil semental mientras le baja de un jalón la ropa que cubría sus dos hermosos senos, los cuales quedan bamboleantes y colgando al natural.

Le rompe la parte baja del vestido hasta dejar al descubierto el bien formado culo de la chica que justo ese día ha cumplido la mayoría de edad. Y, al fin, cumpliéndole el deseo imperado por la chica, le retira la ropa interior de un tirón, dejándosela hecha girones, inservible para siempre; pero esto a ella no le importa.

Las 9 pulgadas de venosa carne que aquél trae entre las piernas se hacen presentes ante las turgencias femeninas colocándose sobre la frontera que las separa. Dicha pieza de carne, al ser sentida por la jovenzuela, le abre aún más el ansioso apetito que su jugosa vagina exhibe expeliendo jugos propios de la auto lubricación.

Mateo Capistrana no es cualquier clase de hombre. La desproporción entre la desarrollada extremidad masculina y el infante trasero femenino hace pensar que, para una chiquilla de 18 años, la amenazante incursión será excesiva.

Enseguida, el rudo hombre no deja pasar la oportunidad de desfilarle la lengua por toda la raya, desde la raja de adelante hasta el apretado ano de atrás, que se cierra en un asterisco café que no deja sin humedecer.

El rostro de la chiquilla se distorsiona por los febriles deseos de ser atravesada por carne masculina. Es evidente que ya no puede más.
Ella quiere dejar de ser una niña.

—¡Ya, métemelo y déjame de joder!

—Pero si joder es justo lo que te voy a hacer.

El cabrío semental choca varias veces su pubis contra el trasero femenino, lo que, además de producir chasquidos muy morbosos y sonoros, enardece aún más a la muchacha, quien ya sólo expele bramidos propios de una hembra en celo que necesita ser satisfecha.

Con un movimiento casi marcial y preciso, el hombre utiliza ambas manos para apretar los dos lóbulos de carne que forman la bien formada cola de la muchacha. De esta manera, aquél, pretende que tales gajos formen una estrecha bienvenida al próximo invasor.

Por fin los deseos de la aún chamaca son cumplidos. Mateo penetra a la joven.

—¡Ayyyy... pero por ahí no! —grita la indefensa chica cuando la maciza carne del hombre que tiene a sus espaldas comienza a abrirse paso en lo que antes parecía una estrellita, pero que ahora se abre como un ojal—. ¡Ay no mames, la tienes muy grande! ¡No me va a entrar por ahí! ¡Métemela por la cuca, no seas cabrón!

Mateo acerca su boca a la oreja de la muchacha para susurrarle al oído.

—Mira cabresta, eres la hija de un buen amigo al que prometí que no te desvirgaría. Y si bien me insististe mucho y terminé por dar mi brazo a torcer, no voy a romper mi promesa, ni tu himen. Tú seguirás siendo señorita, por lo menos de allí —le dice el hombre palpándole la pucha—, pero cálmate, que de cualquier forma no te dejaré insatisfecha.

—¡Pero es que duele! —grita entre sollozos y con voz de escuincla.

—¡Ña-ña-ña-ña! —dice Mateo imitando el tono quejumbroso de la aún señorita—. Ni te quejes que esto en un ratito te empieza a gustar, créeme. Ya se lo he hecho a otras de tus amiguitas y les ha gustado.

—¿Cómo...? ¿¡A cuáles!?

—Shsss... eso no se dice o se vuelve chisme.

Tarda un rato, pero una vez adiestrada la, ahora, feliz chamaca, Mateo no tiene problema para que ella adopte las más variadas posiciones, e incluso...

• ...ella misma hace sentadillas clavándose por propia cuenta el báculo en el culo.
• Se gira, sin desprenderse de él, para que Mateo se deleite con la succión de sus frondosos pechos.
• Para su trasero, mientras se empina apoyada en plena hierba.
• Lo mira con lujuria mientras lo recibe acostada de costado, en posición fetal, con las piernas bien flexionadas para que él se acerque y la pueda besar.
• Se afianza a un tronco para no caerse, mientras es penetrada desde atrás por el infatigable macho que la horada llenándola de satisfacciones que antes de aquel día no conocía.

Otras posiciones más son ejecutadas por la dispar pareja de hombre recio con tierna hembra y, cuando por fin han terminado, mientras el hombre ya se está vistiendo, la jovenzuela no esconde su curiosidad.

—¿De “verda” mi “apá” te pidió que no me desvirgaras?

—Pues sí... bueno, me lo dijo en otras palabras pero sí —le responde el mismo hombre que hace unos momentos ha estado en su ano.

—¿Y por qué se le ocurrió que...?

—¿Que yo sería el que te haría mujer? Ay m´hija, no nos “hágamos” tarugos. Yo he desvirgado a casi todas las hembras de este pueblo. De seguro ya lo sabías.

—Bueno, algo había escuchado —responde con particular tono la muy ladina, a sabiendas de lo contado por sus amigas.

«De hecho, tu mamá...», se dice a sí mismo Mateo.

—¿Y cuándo fue?

—¿Cuándo fue qué? —pregunta él, desconcertado.

—Pu´s cuándo te pidió mi “apá” eso.

—Ah, bueno, pues ´ora verás —dice Mateo haciendo memoria—. Fue hace como dos o tres años. Tú ya te estabas bien formando, y supongo que comenzaba a sospechar tus intenciones, o las mías, qué sé yo... bueno, el caso es que me lo pidió una vez que estábamos en la cantina. Creo que le faltaba darse valor para pedírmelo, porque ya tenía días que lo veía medio raro.

—A qué cabrón mi “apá”.

—Qué cabrona su hija —dice Mateo, al mismo tiempo que recuerda cómo, no hace tanto, aquella chiquilla, hija de su amigo, la había sentado en sus piernas sin ningún designio de malicia. «Pero con el tiempo todo cambia», se decía a sí mismo.

Ha pasado el tiempo y, ahora, hombre maduro y joven hembra ríen tras lo sucedido.

Mateo Capistrana, de todos los hombres de Paso del mono, era el más conocido por las mujeres. Prácticamente no había ninguna que no lo deseara. Guapo, fuerte, y más enjundioso que un potro salvaje, el hijo de la fregada había nacido para brindar placer.

Con tan sólo la fama pasada del boca a boca ya ponía a las hembras bien excitadas, pero luego, cuando por fin se les hacía conocerlo en la intimidad, las dejaba hechizadas para siempre con el pedazo de carne que le colgaba entre los muslos, y la habilidad para manejarlo. Así que no era de extrañar que las hembras se le engancharan, rogándole que las penetrara más de una vez.

Nada más opuesto a Mateo, por lo menos en cuanto a brío, y carácter, que su hermano menor Silvano. Al igual que aquél, trabajaba en la pizca de café y muchas de las veces lo cubría en las ausencias provocadas por sus sexosos encuentros.

—Apúrate, que el capataz ya preguntó por ti dos veces —le dijo Silvano a su hermano una vez éste llegó.

—Ya, ya. ´orita me emparejo —respondió el otro.

Mientras ambos hermanos abordaron su camioneta para ir a casa, Mateo no dejó de compartirle a su hermano los detalles de su último encuentro.

—Si vieras que buena se puso la hija de Anselmo. ¡Uta! Vieras qué rico aprieta... mmm.

—Ya párale, sabes que no me gusta oír tus historias y menos de chamacas que bien podrían ser tus hijas —le responde de malas Silvano, y da un portazo una vez sentado de lado del copiloto.

—No te encabrites hermano, ya ves, te he insistido que si quieres un día convenzo a una para echárnosla entre los dos. La Zenaida de seguro que sí acepta —dice sonriendo Mateo—. Shss... te imaginas, qué buen trío nos podríamos echar.

Mateo se echa a reír.

Silvano sólo mira a otro lado con una expresión de asco. No obstante, Silvano no está asqueado, la verdad es que está celoso. El retraído hermano quisiera ser tan aventado como el otro, esa es la mera verdad, especialmente cuando se encuentra con Renata.

Renata es una mujer de 25 años cuyo cuerpo ya desearían muchas de menor edad. Toda ella voluptuosa pero bien proporcionada: Bien torneadas piernas, que al ir subiendo se convierten en unos muslos macizos y éstos, a su vez, en unas ensanchadas caderas las cuales concuerdan con sus globulares nalgas; cintura muy estrecha y generosos pechos firmes.

Y aunque la muchacha lo mira mientras se cruzan en la calle, Silvano no tiene la confianza suficiente para dirigirle la palabra. Muchas de las veces ni siquiera la saluda por no hacer evidente su nerviosismo. Si tan sólo supiera que a la chamacona le agrada desde que eran escuincles.

—Hola Silvano —dijo Renata tras cruzárselo la última vez.

El joven fue tan torpe como para no responder a tiempo y la chica ya se había alejado lo suficiente como para no escuchar el leve susurro que Silvano dio por respuesta.

«¡Qué pendejo!», se dijo para sí el tardo muchacho.

Esta no era la primera vez que le pasaba algo así, por lo que no le faltaba razón en sus palabras. Silvano quería a Renata desde que podía recordar, pero nunca se lo había confesado. Renata, por su parte, ya estaba cansada de esperar a que aquel joven que en verdad le simpatizaba se le declarara. A ella le hacía ilusión, pero aquello no duraría para siempre y las circunstancias estaban por empeorarle al tímido muchacho.

Mateo se levantaba como todos los días, con el deseo de hacerle el amor a una paisana. Pero este día estaba decidido a no repetir y con eso en mente salió de casa.

Tocaron a la puerta con insistencia.

—¡Ya, ya! Ya voy.

Al abrir la puerta, Renata supo, instintivamente, que su vida estaba por cambiar drásticamente.

Para entender el pensamiento de Renata hay que decir, lo que en honor a la verdad era cierto, la muchacha se había sabido conservar virgen todo ese tiempo. Era de las poquísimas mujeres de Paso del mono que, pese a las frecuentes insistencias de hombres, incluido, por supuesto, Mateo (y, por otro lado, a las propias necesidades) se había mantenido casta a tal edad.

Pues Renata, desde muy niña, soñaba con llegar virgen al matrimonio y ser de un solo hombre. Un hombre que la supiera amar y respetar. Dentro de aquel ideal había estado Silvano, pues a leguas se notaba que era una buena persona. No obstante, ya era mucho tiempo de estar esperándolo y ella no permanecería así toda la vida.

Al estar frente a la bella pero regia cara de la muchacha, Mateo le habló.

—Buenas Renata, ¿están tus padres en casa? —le preguntó Mateo.

—No, ¿los buscabas?

—No, la verdad no. Te vengo a ver a ti.

—Entonces por qué preguntas —le dijo ella con rudeza.

—Nomás quería saber si estamos a solas —dijo Mateo.

—¿Pues qué quieres?

—Ya sabes, no te hagas. ¿No crees que va siendo hora de comernos aquellito? —le dijo socarronamente Mateo.

—¿Y tú no crees que estás muy viejo pa´ mí? —mencionó Renata viéndolo de arriba abajo.

—Para nada chula, yo creo que los dos estamos al puro pelo, hechos el uno para el otro —dijo con sorna Mateo y se le acercó pegando su cuerpo con el de ella.

—Puede... —dijo Renata, revelando una leve sonrisa y cambiando el tono de su voz a uno más juguetón—. Pero eso se lo has de decir a todas —terminó de decir.

—Tienes razón en que no soy hombre de una sola mujer, pero algo sí te puedo asegurar —y la sujetó de ambos brazos—. Ningún cabrón te hará gozar tanto como yo.

Tras lo dicho la besó arrebatadamente.

Renata se dejó hacer por unos segundos pero luego se apartó.

—´ta bueno Mateo, vamos a hablar derecho —dijo ella con seriedad—. Mira, tú en verdad me gustas, pa´ qué negarlo. Me gustas rete harto. Como a todas.

El vigoroso macho ya se veía bien metido entre las curvilíneas piernas de la mujer que tenía enfrente. Casi podía sentirla bien ensartada en su carnudo miembro. Incluso, ya proyectaba las varias posiciones en que se la follaría.

—Nomás que no soy como las otras —continuó Renata.

—¿Ah, no? —respondió Mateo.

Renata se apartó de él unos pasos y se abrió la blusa y se bajó el brasiere. Así la joven muchacha desembuchó unos hermosos y generosos senos, coronados por unas areolas color café con leche que se antojaban por tan tersas.

El propio Mateo nunca había visto unos tan perfectos por esos rumbos.

—A que ninguna de las muchachas que te coges en el campo tienen unos así —le dijo con plena seguridad Renata.

«Se ve que están bien sólidos pero suaves al tacto... ufff, mamita dame mi lechita», inmediatamente pensó Mateo.
Mientras el hombre aún estaba atontado por la belleza que resplandecía frente a él, Renata se giró y se levantó la parte trasera de su vestido.

—También éstas son únicas —dijo Renata al mostrar los tremendos pero bien proporcionados cachetes de carne morena clara que, pese a los calzones que los enmarcaban, lucían plenamente hermosos—. Pero ni siquiera esto es a lo que en verdad me refiero.

Dicho lo anterior, la chica se giró y se metió las manos bajo el vestido para bajarse los calzones. Fue así que le mostró su velludo sexo femenino.

—Mírala bien... —dijo, al mismo tiempo que deslizaba el dedo medio por la raja vertical—. Peluda y bien apretadita —continuó con total confianza—. ¿Y sabes por qué te lo digo? Porque está nuevecita. Me he conservado virgen hasta este momento —confesó ella, a la vez que introducía su dedo por tal orificio.

—¡Ah cabrona! ¿Pero lo dices en serio? —exclamó Mateo, incrédulo.
Inmediatamente aquél se saco la verga, que parecía a punto de reventar, y se la comenzó a jalar.
—Pues qué esperamos. A estrenarla de una buena vez —dijo Mateo acercándosele y dispuesto a meterle mano.

—¡No! —gritó enfática Renata—. Nadie jamás la ha tocado.

—Pu´s ´ora es cuando.

—Mira, seré tuya. Nomás que para eso te tendrás que casar conmigo —le dijo rotundamente la muchacha.

—´Ora resulta —dijo sorprendido, a la vez que m*****o, Mateo.

—Pues si en verdad se te antoja lo que te he mostrado ese es el trato. No soy como las otras, ya te lo dije. Te quiero sólo para mí, pa´ mí sola —Renata expuso, mostrando que en realidad sí era diferente a las demás muchachas que se había cogido Mateo.

Fue, de esta manera, la primera vez que Mateo se quedó con ganas de fornicar. Tuvo que hacer fuerza de voluntad para no violarla ahí mismo pues, la verdad, la hembra lo había dejado bien caliente. Pero hacerla suya a la fuerza no era propio de Mateo. Es cierto que era un macho cabrío, pero no un violador.

Renata ya se había arreglado la ropa y habló por última vez.

—Piensa bien lo que te dije, nomás no tardes mucho porque otro se te puede adelantar —concluyó la muchacha y cerró la puerta.

—Lo que tiene de hermosa lo tiene de vanidosa y soberbia. ¡Al carajo con ella! —se dijo así mismo Mateo y se fue.

No obstante...

—Oye, pero tú nunca me “dijistes” —le decía Silvano a su hermano todo extrañado.

—Pues sí pero es que tú nunca te prestas pa´ platicar. Pero bueno pues, ¿cómo vez? ¿Mañana me acompañas a pedir su mano? —le dijo Mateo.

Silvano había quedado estupefacto ante lo dicho por su hermano. Era como un balde de agua fría derramado de sopetón en la cabeza.
Nunca habría imaginado a Mateo hablando de casorio, eso ya de por sí, pero... «¡Pero por qué carajos tenía que ser ella!», pensó
Silvano con todo el dolor de su corazón.

Habían pasado varios días desde que Renata le expusiera sus condiciones a Mateo y, pese a haberla ignorado, pasando el tiempo con sus variadas güilas, la verdad, Mateo no había podido sacársela de la cabeza. Era como si las otras mujeres no le satisficieran. Por más que cogía, la imagen y el deseo de desvirgar a aquella mujer tan físicamente perfecta lo abrumaban.

Y eso que acudían a verle incluso desde otras rancherías:

—Y bien Mateo, ¿qué te parece mi prima Gertrudis? Vino de San Nicolás exclusivamente para conocerte. Le platiqué lo buen semental que eres y pu´s aquí está —le dijo la morenaza Zenaida a Mateo, al mismo tiempo que le presentaba a su prima quien, tímida, aguardaba a su lado.

En poco, ambas hembras ya estaban desnudas. Aunque para Zenaida le parecía de lo más natural andar en cueros frente a Mateo (era una hembra bien experimentada que no se cohibía), para Gertrudis le resultaba embarazoso.

—Pues se ve muy bien tu prima. A ver, déjese allí y déjeme ver —dijo Mateo, dirigiéndose al último a Gertrudis.

La tímida muchacha cubría con brazos y manos sus senos, a la vez que la tupida pelambrera de su panocha.

—Si niña, deja de taparte el chango —dijo la ocurrente Zenaida.

—Tome chango su banana —le dijo Mateo a Gertrudis, cuando ya le atravesaba la mata de vellos púbicos con su pescuezo de carne.

—¡Ayyy...! —gritó la pobre muchacha—. ¡Está bien pinche grande! —evaluó la inexperta.

—¡Eso sí que es plátano macho! —gritó la otra, quien veía cómo era ensartada la prima.

Mientras la novicia era penetrada, la versada no se quedó fuera del juego y se apropió de las colgantes bolas del hombre por propia boca. Pese al constante movimiento, propio del mete y saque, no dejaba que se le escaparan.

La vista cenital que tenía Mateo era totalmente carnal: mientras penetraba continuamente la vagina de una de las primas con su largo y firme miembro (lo que la hacía producir constantes gemidos agónicos de placer), podía ver cómo debajo de su falo la otra se tragaba sus huevos.

De vez en cuando, Mateo sacaba por completo su vergazo sólo para que la boca de Zenaida se diera el gusto con él. Así, ella misma lo lubricaba, más que suficiente, para que continuara pistoneando a su prima sin desgaste alguno.

Más tarde, la propia Zenaida se incorporó, montándose sobre su propia prima quien ya estaba en cuatro, y así, un trasero sobre el otro, en escalerita, se le ofrecieron a Mateo para recibir placer.

Pese a que el goce lo recibían por turnos, parecía que ambas lo disfrutaban al mismo tiempo, pues gemían simultáneamente. La escena era especialmente sexosa: Una mujer sobre otra; totalmente desnudas de cuerpo y alma, despojadas de tapujos morales; disfrutando lo que un solo hombre podría brindarles sin necesidad de ayuda.

El pene abandonaba una vagina únicamente para entrar en la otra. No había descanso, pues Mateo no lo necesitaba. Podía durar por horas. Sin embargo, algo lo perturbaba. Y no es que aquél no disfrutara mientras penetraba. Lo que sí es que, mientras se introducía en cada uno de aquellos culos morenos, no dejaba de pensar en el hermoso y bien formado trasero que Renata le había dejado contemplar.

Tenía que hacerlo suyo, a como diera lugar. Se le había vuelto una obsesión.

A pesar de que no le faltaba hembra a la que montar como a yegua, a Mateo no podía quitársele de la cabeza la imagen de lo que Renata le había mostrado. Aquella mujer sí que lo incendiaba... que lo enardecía. Era una obsesión que sólo podría sofocar de un modo.

Fue así que, con el tiempo, al fin cedió. Ella ganaba. Sería su mujer, tanto ante el altar como en la cama, pues eso sí, si un hombre la estrenaría sería él y sólo él, sin duda.

«Caray, que después de tantos años de andar desvirgando a múltiples muchachillas, se le fuera la más hermosa mujer que había tenido el gusto de contemplar... pues no».

Como no tenían más familiares, Silvano aceptó acompañar a Mateo a la casa de Renata a entrevistarse con los padres de la susodicha, para solicitar su permiso, pese a lo que aquello le significaba. Silvano se sintió conminado a apoyar a su hermano en ese gran paso.

La boda se celebró, aunque tanto Don Toño como Doña Manuela, padres de Renata, no estaban de acuerdo del todo. La fama de Mateo era bien conocida en el pueblo y ellos no estaban ignorantes, sin embargo, había sido decisión de su hija y ellos la respetaron, aunque no dejaron de mencionarle:

—Mira m´hija, no voy a andar con tanteos —comenzó a decirle a su hija Don Toño—. Todos sabemos cómo se las gasta ese Mateo. Es seguro que te va a dar una vida muy difícil, intranquila. Pero si es tu decisión, ni hablar. Adelante. Nada más atente a lo que vendrá en tu vida de casada.

—Sí mi niña, deberías de pensarlo mejor. Hay mejores hombres en el pueblo —dijo Doña Manuela.

Pero Renata no hizo caso, no obstante, las palabras de Don Toño resultaron proféticas meses más tarde.

La silueta de Renata ante el umbral de su nueva casa se mantenía inquieta esperando a su marido. Ya pasaba de media noche y él no llegaba.

«Méndigo, cada vez se me desaparece más seguido. Seguro se anda revolcando con alguna pinche güila por “ay”», pensaba, angustiosamente, para sus adentros la ahora Señora.

Habían pasado dos meses desde su matrimonio. Dos meses desde que Renata había dejado de ser señorita en una entusiasta noche de bodas.

Mateo y Renata habían dejado la fiesta para irse a encerrar a un cuarto, mientras que Silvano ahogaba en alcohol la mezcla de celos, tristeza e impotencia que había cargado desde que su hermano le había pedido que lo acompañara a pedir la mano de Renata.

«¡Pinche Mateo, bien que me desgració!», pensaba Silvano al mismo tiempo que las lágrimas se le escurrían por el rostro.
Mientras tanto, Mateo, quien ya había desvestido casi por completo a Renata, dejándola sólo en lencería, retiraba sus pantaletas que deslizó por todo lo largo de aquellas exuberantes piernas hasta sacarlas por completo.

El guapo semental besó con delicadeza la fina piel que envolvía los glúteos de la, aún, impoluta mujer. La llenó de besos y chupetones por todo su cuerpo.

Aunque estaba más arrebatado que un fogón, Mateo se dio tiempo para disfrutar de poco a poco las turgentes carnes de su ahora señora.

—Júrame que serás para mí solita nada más, júramelo. Te quiero sólo para mí —le dijo fervientemente ella.

—Sí mujer, te lo juro —respondió complaciente Mateo.

Cuando le metió por primera vez la lengua en la pepa, la mujer ya no supo de sí. Fue transportada al mismísimo cielo.

—¡Santo niño! —exclamó Renata, sin saber bien a bien lo que decía.

—Ahora sí mi amor, prepárate que te voy a hacer mujer, mi mujer —le dijo Mateo, quien ya se ponía en posición de meterle la reata.

Usando sus brazos como fórceps, le abrió totalmente las piernas a Renata, haciendo que su sexo quedara completamente expuesto.

—Por favor, sé gentil —pidió la muchacha al hombre que daba veloces golpecitos con su mandarria sobre su clítoris.

La estocada fue contundente. Justo es de decir que ésta fue eficaz gracias a la humedad con que se había lubricado a sí misma la vagina. Al tenerlo por vez primera dentro, la chica supo por qué la mujer que lo probaba terminaba adicta a él. Mateo tenía una tranca no sólo grande, sino ágil en el mete y saque.

—Méndiga, sabías lo que allí abajo te cargas y por eso te hiciste del rogar, ¿verdad? —le dijo socarronamente Mateo.

—¿Qué...? ¿Qué cosa? —respondió fuera de sí, y sin saber de qué hablaba él.

—Pues qué va a ser. Tienes perrito y bien que muerde el cabrón.

Ella no entendió pero ambos siguieron con la cópula.

Mientras seguían con lo suyo, esta vez de a perro, a Silvano no lo abandonaba el sufrimiento.

«Eso me merezco por imbécil», se decía a sí mismo, mientras veía hacia el cuarto donde sabía muy bien que su hermano empalaba a la única mujer que siempre había amado.

Pero Mateo, a pesar de tenerla a ella, no dejó sus andadas.

De hecho, por aquellos tiempos se le volvió afición el desvirgar a jóvenes doncellitas, pues, después de todo, en casa ya tenía asegurada la carne de hembra desarrollada.

Y el cabrón era un suertudo. Ellas solitas lo buscaban, sólo que únicamente las aceptaba si en verdad demostraban ya estar en “edad de merecer”. No era tonto, y no se arriesgaba más allá de la cuenta, no quería meterse en problemas legales. ¿Y para qué? Pues, después de todo, muchas de las veces, pese a contar con la edad legal, las jóvenes féminas parecían verdaderas escuinclas.

—¡Ay, yaaa... para! —decía (dando de manotazos y retorciéndose) Gaby, la tercera de aquella corrida nocturna, mientras la delgada tela que formaba su virgo comenzaba a romperse.

Hacía tan sólo unos minutos que se había echado a dos de sus amigas: Alfonsa y Martina. La primera ya estaba corrida, pero la segunda también había sido virgen hasta aquel día. El que fueran hijas de amigos o conocidos ya le valía gorro a Mateo (aún menos que el gorro de látex que se ponía, previsoramente, para no dejarlas encinta).

Hijas de uno u otro, el cabrío semental no dejaba precinto sin romper.

—¡Gaby, ya déjate hacer! Ábrete bien de piernas y ponlas flácidas, no te pongas tensa —le aconsejó, a voz en grito, una de sus amigas que le habían acompañado.

«Ésta ya hasta habla como toda una experta», pensó Mateo, quien recordaba que, no hacía mucho, tuvo que tolerar los mismos gritos y manoteos de esa misma chiquilla que ahora se mostraba muy docta.

Mientras que no muy lejos de ahí, Renata aprendía que tener al hombre más codiciado del pueblo tenía su precio, Mateo se daba el gusto de penetrar a una de las jóvenes con las piernas izadas, al mismo tiempo que besaba a las otras dos a la vez.

El grueso y largo pene entraba y salía de la estrecha puchita de la “niña” agasajada, y... si hubiese un observador privilegiado que contemplara tal escena, no podría entender como aquel cuerpo tan estrecho y pequeño podía albergar algo tan tremendo. Es que la diferencia de altura y dimensiones entre Mateo Capistrana y cada una de las chamacas era de considerarse. Sin embargo él las trataba como a cualquier otra mujer desarrollada:

• Se afianzaba de las escuetas cinturas y se clavaba en ellas con todo el poder de sus músculos.
• Las abría de piernas con toda la amplitud que le permitían sus propios brazos.
• E incluso les hizo la cola a cada una de ellas incrustándose en sus más estrechos agujeros.

Justo cuando se clavaba en el ano de la última en ceder, y recordando la buena ocurrencia de Zenaida, dio indicaciones para que las otras dos chicas se montaran encima, una sobre la espalda de la otra, de tal forma que formaran una gradería humana escalonada por sus culos. Así podía darse el gusto de lamerles los ya dilatados agujeros a las otras dos mientras seguía penetrando a la de hasta abajo.

Dicho orden de cuerpos propició que las chiquillas se desinhibieran y se acariciaran entre sí.

¿Qué otro hombre, lugareño de esas tierras, sería tan favorecido como para atestiguar eso?: El florecimiento de tres jóvenes mujeres que les permitía gozar la vida más allá de las convenciones locales. Sólo Mateo Capistrana, sólo él correría con tan envidiado privilegio.

Al final, las tres chiquillas compartieron el deleite de saborear, de manera compartida, y por primera vez en su vida, el sabor de la leche masculina. Y, al venir de tan portentoso semental, a ninguna le faltó su bien conferida ración.

Por otro lado, a Renata le estaba saliendo caro el privilegio de ser la esposa del cogelón del pueblo, pues vivía en medio de la inquietud diaria de la espera. Y es que no sólo pasaba por su cabeza lo obvio: aquél metiéndosela a cuanta dama se le ofreciera, sino que temía que, alguna vez, Mateo fuese atacado por algún esposo o padre celoso, en venganza del honor mancillado. Y no estaba lejos de la razón.

Por su parte, Silvano atestiguaba esa inquietud, pues desde su cuarto podía ver a Renata parada a la espera de su marido.

Tenerla tan cerca y a la vez ser incapaz de aproximársele; ya que era la mujer de su hermano; lo tenía vuelto loco.

«Ya no aguanto. La deseo como un imbécil», se decía mientras la miraba.

Cuando Mateo regresó, Renata se le paró enfrente y se le puso agresiva.

—¡Es la última vez! ¡¿Me oyes?! ¡La última noche que me llegas a estas horas! —gritó Renata.

—¡Hazte, sabías muy bien a qué le tirabas si te casabas conmigo! —le respondió él.

Mateo se metió a la casa y Renata lo siguió para seguir discutiendo.

Silvano cerró la cortina y se alejó de la ventana. Era tiempo de irse. El joven hombre estaba por fin decidido. Se iría de Paso del mono.
Como tantos otros hombres, pensaba irse a la Unión Americana a buscar fortuna. No por nada las hembras del lugar estaban tan ansiosas de macho, pues la mayoría de éstos se largaban para siempre.

Silvano comenzó a empacar.

—Así que te mudas —oyó Silvano cuando terminaba de hacer maletas.

Al voltear hacia la puerta abierta de su cuarto vio a Renata recargada en el marco. Era obvio que había estado llorando. Seguramente tras pelear con Mateo.

—Pues sí. Esta casa apenas está bien para ustedes dos, yo ya sobro —dijo sin recato Silvano.

—Esta casa es más tuya que mía. Tu hermano me trajo aquí, pero como hombre casado tiene la obligación de hacerse de su propio hogar así que no deberías de irte.

—Pero es que es más que eso, yo ya no... ya no soporto más verlos... verte con él —se sinceró al fin Silvano.

—Lo sabía... —diciendo esto Renata se le fue encima tirándolo sobre su propia cama.

La cuñada se le abalanzó trepándosele a horcajadas encima.

—Sabía que sentías algo por mí —le dijo Renata mientras ella comenzaba a desabrocharle el cinturón.

—¿¡Qué haces!? —preguntó con total ingenuidad Silvano.

—¿No es obvio? Traigo la sangre bien caliente —le dijo mientras lo saturaba de besos.

Luego sacó con habilidad el miembro de Silvano y lo empezó a sobar poniéndolo a punto.

—No hagas esto. Lo haces sólo por despecho y Mateo puede oírnos y... —no siguió hablando pues la joven mujer le selló los labios con un absorbente beso.

—Mateo está bien dormido —ella dijo después—. Seguro que viene agotado de andar de catre en catre. Además a ti qué más te da por qué lo hago. Es mi decisión.

«Y si Mateo lo hace, ¿por qué yo no?», pensaba ella en aquel momento.

Era obvio que la sabrosa lugareña actuaba por resentimiento, pero para Silvano, de cualquier manera, sería una bendición.

Por fin, Silvano rodeó a Renata con sus musculosos brazos y la hizo para sí. Ambos se besaron con tal pasión que parecía que se devorarían uno al otro. Esto los llevó a un revolcadero que la cama apenas pudo resistir.

—¿Me la chupas? —le instigó la desinhibida muchacha.

Silvano, inexperto, dudó, pero la ya experimentada mujer lo agarró de los cabellos y hundió su cabeza entre sus piernas. Al muchacho no le quedó más que seguir sus instintos.

El rostro de Renata se extasiaba de placer al saber que esta vez era ella quien ponía los cuernos a Mateo.

Al joven entre sus piernas se le escurría la vida en aquellos labios verticales que chupaba como si su existencia dependiera de ello. La esposa de su hermano no lo soltaba de la cabeza, cuyos cabellos tenía bien afianzados.

Minutos más tarde, Renata le exhortó a cambiar de posición. Ahora sería él quien se tendiera en la cama mientras que la trigueña se le montaba a horcajadas dándole la espalda pero colocándole su culo a unos centímetros de la cara. En tal postura, Renata se adueñó del falo de Silvano para chuparlo, pagándole así el placer antes recibido.

Los ojos del pobre muchacho parecían salírseles de las orbitas al contemplar, por vez primera, uno de los aspectos más bellos de la mujer que adoraba: Ese culo femenino muy bien formado.

Tremendas carnes estaban frente a él mientras que abajo era lamido, ensalivado y succionado por su tremenda cuñadita; una hembra de tierra y sangre caliente.

Silvano ya no pudo más, le era indispensable penetrar a aquella hermosura. Tomó la iniciativa para cambiar de posición y ahora colocó a su cuñada de a perrito. Era la posición más obvia, pero también la que con más simpleza resaltaba las virtudes femeninas, sin duda.

Estando detrás de aquel pedazo de mujer, de aquella tan hermosa cola, Silvano sostuvo la punta de su tolete con la mano derecha mientras que con la izquierda se sujetaba de uno de aquellos gajos de piel suave que actuaban como asentaderas. Había llegado el momento de desfogar toda la pasión que por tanto tiempo había reprimido.

La pucha estaba bien húmeda y caliente. El incipiente semental no tuvo problema para deslizarse en su interior. Quizás se había perdido el privilegio de desflorar a tan regia hembra pero, sin duda, se deleitaría con lo aprendido por ella en los días que llevaba de casada con su hermano.

Y así, Renata batió el culo con enorme maestría. Tanto que casi llevó al clímax al neófito muchacho en segundos. No obstante, consciente de ello, supo cuando hacer pausa y cambiar de ritmo para que aquél no terminara tan pronto.

Si bien ambos disfrutaron mucho de aquella primera cópula, no significaba lo mismo para cada cual. Para Renata era una forma de vengarse de su infiel marido, pero para Silvano era el culmen de la pasión. Un ardor que le inflamara Renata desde hace tanto. Era la máxima efusión de amor. Y es que, a diferencia de su hermano Mateo, en el que el sexo, fuera con quien fuera, nunca pasaría de ser un disfrute físico, Silvano se entregaba en cuerpo y alma en tal faena, haciéndole el amor a aquella hembra a quien siempre amó pero que sólo hasta ese momento pudo demostrárselo.

El hombre sujetó a Renata de la cintura; de las nalgas; de los muslos y de las tetas, mientras la seguía penetrando. Su pubis chocó varias veces con las frondosas carnes de ella. Después de todo, para eso eran.

Las colgantes tetas, cual racimos de prometedor néctar, invitaban a ser mancillados, estrujados y lamidos; Silvano no dudó en darse gusto con ello. También se afianzó firmemente de tales ubres para hallar soporte en sus duras estocadas. La mujer estaba en pleno goce.

—Eres la mujer más maravillosa del mundo —le susurró Silvano al oído.

Renata sintió la honestidad detrás de aquellas palabras. Y es que los piropos le habían llovido desde su paso de niña-mujer, pero no sonaban igual. Jamás los había percibido así, tan sinceros.

La señora quiso, instintivamente, mirarle a los ojos para saber si era verdad su afirmación, pero dada la cuadrúpeda posición le fue difícil. Fue hasta que Silvano estuvo de frente, entre sus piernas abiertas, que Renata miró la sinceridad en aquél. Silvano lo decía en serio; por lo menos él estaba convencido de lo especial de aquella dama, con quien en ese mismo instante follaba. En ese momento ella lo supo. Renata jamás recibiría el mismo trato de Mateo pese a ser ambos hermanos.

Con eso en mente, Renata se vino varias veces antes de que Silvano reventara en su derretida vagina.

Tendidos en la cama, Renata fue la primera en romper el silencio posterior a la sesión de sexo.

—¿Por qué dijiste eso?

—¿Qué cosa? —le preguntó a su vez él.

—Eso... de que soy especial, ¿lo decías en serio? —dijo casi rompiéndosele la voz.

—Claro, para mí lo eres, siempre lo has sido —le dijo Silvano—. ¿Sabes? Te amo desde que éramos escuincles.

—Qué lindo eres —dijo ella, teniendo las palabras de Silvano por ciertas.

—¿Por qué no te vienes conmigo? —le dijo él y ella asentó una expresión desconcertada en el rostro—. Sí... nos largamos de aquí. De
este pueblo.

—Pero... aquí tengo a mi familia. Mis padres y a Mateo. Y pues él... sea como sea es mi esposo —le respondió con tono de inseguridad en la voz.

—Él siempre te será infiel y tú lo sabes. Nunca va a dejar de ser así. Vente conmigo. Formemos nuestra propia familia. Te prometo que para mí tú serás la única. Teniéndote a mí lado no necesito más. No te faltará nada, te lo juro —dijo Silvano con más seguridad que nunca en su vida.

La mujer quedó muda. Silvano hizo que ésta le mirara a los ojos.

—Te juro que te haré feliz —afirmó él.

La camioneta creó una densa polvareda al avanzar a toda marcha por el terroso camino que salía de Paso del mono. Renata y Silvano daban de brincos dentro de la cabina mientras el vehículo avanzaba por la tortuosa terracería. Se veían felices. Uno a otro se sonreía.

No obstante, los pensamientos de cada uno eran muy diferentes:

Silvano creía realmente haber alcanzado la felicidad.

Renata, por otro lado, comenzó a dudar sobre su decisión. En su interior se le estaba creando un vacío. Parecía comprobar que, como solían decir en el pueblo: “la mujer que prueba a Mateo Capistrana, queda enculada de él para siempre”.

No podría olvidar del todo a Mateo, para nada. Ni mucho menos lo olvidaría sabiendo que llevaba un hijo suyo en el vientre.
escrito el
2016-10-16
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